Quiero pensar que no se pueden conseguir grandes cosas con
renglones torcidos. Que no tiene sentido ir en contra del estado actual de la
sociedad y utilizar las triquiñuelas, corruptelas, métodos e hipocresías de esa
sociedad que se quiere cambiar. Sabemos que se han justificado gastos de
recursos públicos para pagar informes de apenas unos folios, conteniendo
obviedades o aplicando el enorme esfuerzo que supone encender el ordenador y
copiar de acá y de allá. Siempre se han buscado las grietas del sistema para
burlarse de él; no en el sentido de sacar a flote sus debilidades y ponerlo en
ridículo con la esperanza de una contrición, sino esa burla que consiste en
escapar al control para obtener un provecho, generalmente crematístico.
Expedientes, informes, certificados, dictámenes: hemos llegado al culmen de la burocracia; no se calma ese
desasosiego propio del indocumentado hasta que no obtenemos ese PDF que nos
dice que estamos en paz con Hacienda, que se ha registrado la solicitud o
declaración, que no estamos inhabilitados para determinado empleo o cuánta
energía se traga la cueva que vamos a comprar, vender o arrendar. Parece ser
que se ha creado toda una industria del papeleo, en versión digital o clásica,
en la que tienen que ser los expertos los que nos certifiquen lo que cualquiera
podría ver estando un poco atento a lo que se ve por la ventana. No es de
extrañar que nos hayamos encontrado con personas a las que le parece natural
que un organismo, en gran parte dependiente económicamente de la Generalitat,
sufrague la estancia de un grupo de expertos extranjeros y les encargue, bajo
remuneración, un estudio sobre la situación política en Cataluña “en
perspectiva histórica”. Grave. A alguna mente brillante se le ocurrió esta excusa,
con el apoyo tradicional de la “generosidad” de las instituciones públicas,
para introducir en el escenario unos actores internacionales que pudieran ser
testigos del desarrollo del referéndum del
1 de octubre y de los acontecimientos que lo rodeasen. Los antisistema se
deberían plantear qué están apoyando.
La idea de los observadores ha surtido el efecto de poner de
manifiesto, a mi entender y seguramente al del tribunal, el empleo inadecuado de
recursos. Y no creo que sirva de mucho que una defensa preguntase a la
coordinadora del grupo de expertos si no se habrían dejado de respetar derechos humanos, porque las circunstancias de
trabajo de dicho grupo ponen en entredicho su neutralidad. En cualquier caso,
no pudo contestar porque el presidente consideró la pregunta impertinente, ya
que eso excedía lo que un testigo podía declarar y la determinación de una posible
conculcación de derechos humanos era tema reservado a la decisión del tribunal.
Me imagino que sobre derechos humanos habrá otras instancias superiores que
tendrán algo que decir.
Estos últimos días han sido provechosos para la acusación;
no solamente por lo explicado más
arriba, también por los relatos de concentraciones y actuaciones de personas
revoltosas ante acuartelamientos de la Guardia Civil, con presencia, en algún
caso, de autoridades y funcionarios locales. Seguramente por eso los abogados
han perdido cierto protagonismo e incluso me ha parecido ver nerviosismo en
alguna de sus actuaciones. Y eso que,
según mi criterio, la acusación popular obtiene muchas veces respuestas de los
testigos que alegrarán a las defensas. Estos acusadores están empeñados en
preguntar sobre invasiones de instalaciones o acuartelamientos y sobre personas
que se erigiesen en líderes de las masas concentradas y movilizadas. Y una tras
otra, las respuestas de los testigos policiales ha sido “no”, “no” y “no”. Pero
ellos erre que erre, a piñón fijo. ¿Por qué será?
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