Llegamos a un momento desagradable, espinoso, ingrato, que
es hablar de esa animadversión, de ese “odio” que, a veces expresamente y en
ocasiones sobreentendido, se mencionaba por los testigos y que se instaló, como
bicho de mal agüero, en la sala; siendo un componente más de esa “coreografía”
de venias, pertinencias, turnos, protestas, pruebas y declaraciones.
Podría parecer que existen conflictos, más o menos
virulentos, entre “legitimidades”,
entre textos de leyes y
constituciones, pero al final siempre se traducirán esos conflictos en acciones
de las personas o sobre ellas. Eran personas las que gritaban a los policías
que se fueran de su tierra, y eran personas las que jaleaban para que se
fuese “a por ellos”. Eran personas las
que percibieron miradas de odio y rencor de intensidad inaudita y eran
personas, acusadas, las que en la vista han dejado traslucir un profundo
sentimiento de superioridad.
Sí. Es una apreciación subjetiva, no lo negaré, pero si se
escarba en esas recomendaciones a otros pueblos
de este estado para que sigan el ejemplo del catalán, en esa generalización de
unas supuestas virtudes específicamente catalanas, lo que requiere la
comparación con otras gentes y en la que lógicamente saldrá favorable a los
propios interesados, habrá que determinar que subyace la idea de que los
líderes del movimiento secesionista forman parte de una sociedad
incomparablemente mejor que la de los
españoles.
La sensación de superioridad de lo catalán brota espontánea
porque es la vitola de la burguesía transmitida de generación en generación.
Por eso algunas figuras públicas de Cataluña se permiten hablar, incluso
burdamente, de diferencias y similitudes
genéticas y de la mayor o menor afición al trabajo de otros pueblos.
Realizando un análisis con cierta profundidad se verá que
una parte del rechazo a lo catalán,
aparte de la manipulación ejercida durante años por el partido oficial de la
derecha, se debe a ese mirar por encima del hombro a los españoles.
Vamos a prescindir en nuestro razonamiento, que ya es
prescindir, de la multiculturalidad y de la diversidad propia de los tiempos que corren y que son
patentes en los pueblos y ciudades de Cataluña, tapándonos la nariz para no oler el tufo a
exclusión; y vamos a conceder que existe una forma de ser específica del
catalán, estupenda, claro, pero presumir de esas supuestas y generalizadas
virtudes huele a vanidad y engreimiento.
Seguramente no hay motivo ni para ese odio, percibido en
parte con exageración, aunque básicamente cierto, hacia los policías del
Estado, ni hay motivo para creerse esa superioridad como pueblo que está
anclada en una visión decimonónica del progreso y alimentada por el clasismo
propio de las sociedades de mayor
desarrollo económico.
Independientemente de la proverbial laboriosidad atribuida
generalizadamente a los catalanes, no se pueden tomar a la ligera las razones
de un supuesto progreso económico. Se podrá estar muy orgulloso de las gestas
de la corona de Castilla, de la de Aragón, de los mercenarios almogávares o de
las rutas comerciales de venecianos u holandeses, pero que no se olvide: el
progreso de los pueblos se ha cimentado en la explotación de otros. Así fue y
así es en esta sociedad tan justa y moderna que decimos tener.