sábado, 10 de agosto de 2019

El juicio de ZD: 16.Las dos cruces de la moneda


Llegamos a un momento desagradable, espinoso, ingrato, que es hablar de esa animadversión, de ese “odio” que, a veces expresamente y en ocasiones sobreentendido, se mencionaba por los testigos y que se instaló, como bicho de mal agüero, en la sala; siendo un componente más de esa “coreografía” de venias, pertinencias, turnos, protestas, pruebas y declaraciones.
Podría parecer que existen conflictos, más o menos virulentos, entre “legitimidades”,  entre  textos de leyes y constituciones, pero al final siempre se traducirán esos conflictos en acciones de las personas o sobre ellas. Eran personas las que gritaban a los policías que se fueran de su tierra, y eran personas las que jaleaban para que se fuese  “a por ellos”. Eran personas las que percibieron miradas de odio y rencor de intensidad inaudita y eran personas, acusadas, las que en la vista han dejado traslucir un profundo sentimiento de superioridad.
Sí. Es una apreciación subjetiva, no lo negaré, pero si se escarba en esas recomendaciones  a otros pueblos de este estado para que sigan el ejemplo del catalán, en esa generalización de unas supuestas virtudes específicamente catalanas, lo que requiere la comparación con otras gentes y en la que lógicamente saldrá favorable a los propios interesados, habrá que determinar que subyace la idea de que los líderes del movimiento secesionista forman parte de una sociedad incomparablemente mejor que la  de los españoles.
La sensación de superioridad de lo catalán brota espontánea porque es la vitola de la burguesía transmitida de generación en generación. Por eso algunas figuras públicas de Cataluña se permiten hablar,  incluso burdamente, de diferencias y similitudes  genéticas y de la mayor o menor afición al trabajo de otros pueblos.
Realizando un análisis con cierta profundidad se verá que una parte del rechazo  a lo catalán, aparte de la manipulación ejercida durante años por el partido oficial de la derecha, se debe a ese mirar por encima del hombro a los españoles.
Vamos a prescindir en nuestro razonamiento, que ya es prescindir, de la multiculturalidad y de la diversidad  propia de los tiempos que corren y que son patentes en los pueblos y ciudades de Cataluña,  tapándonos la nariz para no oler el tufo a exclusión; y vamos a conceder que existe una forma de ser específica del catalán, estupenda, claro, pero presumir de esas supuestas y generalizadas virtudes  huele a vanidad y engreimiento.
Seguramente no hay motivo ni para ese odio, percibido en parte con exageración, aunque básicamente cierto, hacia los policías del Estado, ni hay motivo para creerse esa superioridad como pueblo que está anclada en una visión decimonónica del progreso y alimentada por el clasismo propio de las sociedades  de mayor desarrollo económico.
Independientemente de la proverbial laboriosidad atribuida generalizadamente a los catalanes, no se pueden tomar a la ligera las razones de un supuesto progreso económico. Se podrá estar muy orgulloso de las gestas de la corona de Castilla, de la de Aragón, de los mercenarios almogávares o de las rutas comerciales de venecianos u holandeses, pero que no se olvide: el progreso de los pueblos se ha cimentado en la explotación de otros. Así fue y así es en esta sociedad tan justa y moderna que decimos tener.