domingo, 14 de julio de 2019

El juicio de ZD: 15.Cuando la soberanía del pueblo no es retórica


Hemos podido escuchar, durante el proceso, que lo que se organizó el 1 de octubre no fue un referéndum; que sí lo fue, pero ilegal; que fue legal, aunque no vinculante; y también que su legalidad se basa en derechos inalienables por encima de las leyes y de las decisiones jurídicas españolas y, además, que constituyen sus resultados un mandato al parlamento catalán para llevar a cabo lo que se planteaba en la consulta.
Como es muy difícil, a lo que se ve, ser consecuente, especialmente cuando las palabras son artificiosas y re retuercen los argumentos, se termina actuando  bajo el peso de la realidad y no  de aquello que se daba por sentado y, en el fondo, no era más que un deseo.  Por eso los mismos que decían que aquello no era un referéndum terminaron por echar en cara que la participación no había llegado a la mitad del censo, que no había garantías de que los resultados publicados fuesen verídicos, entrando en el juego de la discusión sobre la legitimidad de la declaración de independencia y dando carta de naturaleza al referéndum, en lugar de negar la mayor: el referéndum no estaba permitido. Como hemos podido escuchar a todo tipo de personas, hay quien ha dado en el clavo y nos ha dicho que no comprende las consecuencias penales que se puedan derivar ya que  la consulta no tiene ningún valor jurídico. Por tanto,  tenemos que concluir que hubo referéndum, no solamente un simulacro, y que por eso, aunque se supiera de antemano su intrascendencia jurídica se trató de evitar como si fuese una acción del mismo demonio. Y es posible que formalmente no sea homologable con otras consultas, entre otras cosas porque se empeñaron en ello los medios de los que dispone el Estado, pero la participación fue masiva y mostrando una fuerte voluntad de hacerlo y, además, mayoritariamente a favor de las tesis propuestas. ¿Alguien da más? ¿Qué no había garantías? ¿Qué no era legal? Concedido, pero se ha certificado el sentir de una gran parte de la población y se ha podido ver del uno al otro confín. Los reproches sobre la formalidad de la consulta quedan para consuelo de burócratas;  pero bien mirado, sobre todo desde el punto de vista práctico, si se hubieran cumplido todos los requisitos de un referéndum legal estaríamos en la misma situación. Dicho de otro modo: el referéndum del 1 de octubre  tiene todo su valor moral y político, aunque  parece que no jurídico.
Es razonable pensar que si se materializa la comisión de cualquier acto delictivo que han organizado otros, tanto los organizadores como los participantes deberán responder,  en el grado que corresponda, de la realización de ese hecho delictivo. Imaginemos que, convocado y promovido el referéndum  como lo hizo la Generalitat, nadie hubiese acudido a constituir mesas ni a votar: no se podría decir que el referéndum se celebró y, por tanto, el fraude de ley solo se habría producido por el hecho de la convocatoria  y los correspondientes preparativos.  Pero los que participaron en el referéndum, de cualquier forma, han colaborado necesariamente con la consumación de un acto perseguido por  el ordenamiento jurídico, que motivó varias órdenes judiciales con el fin de evitar dicha votación.  Hemos escuchado a personas que asumen públicamente, delante de jueces y fiscales, que estaban al cabo de la calle de las disposiciones judiciales sobre el referéndum y que participaron, lo promovieron, ocuparon locales públicos, constituyeron mesas y colaboraron en el recuento.  Y a pesar de que sus acciones fueron determinantes, sobre todo la de votar, en la materialización de la consulta, parece que hay consenso en que los que hacían cola para llenar las urnas no pueden ser objeto de acusación de delito alguno. Es decir, no es delito participar en algo cuya organización sí lo es. ¿No resulta extraña esta situación? Si no fue delito votar, cuando se trataba de consumar una ilegalidad, y parece que es difícilmente  defendible lo contrario viendo como se han tomado los hechos los que vigilan estas cosas, que han actuado efectivamente soslayando esa posibilidad de delito, ¿cómo se puede defender que preparar y organizar un acto sea delito cuando la comisión de ese acto no lo es? ¿Quizá sea porque en estos casos es donde se hace realidad aquello de que “el pueblo es soberano” y cuando actúa como tal está por encima de todo poder?  En ese caso no sería justo perseguir a quien promovió el ejercicio real de esa soberanía.

viernes, 5 de julio de 2019

El juicio de ZD: 14.Pasaban por allí


No hay grupo humano mínimamente cohesionado sin líder. El comportamiento adaptativo de nuestros  ancestros, como también les ocurre a gorilas y chimpancés y a otros mamíferos, les llevó a vivir en comunidad, lo que trajo como consecuencia la aparición de un líder a quien seguir. La  vida actual es muy distinta a la de las primeras organizaciones sociales humanas, pero del fondo de nuestra psique aflora la necesidad de sumisión a un jefe. Tan es  así que, en general, no basta con la creencia en un ser inmaterial, un dios, que con sus preceptos y mandamientos, comunicados de la mágica manera  de la que pudiera  ser capaz, iluminara a los humanos para comprender  su mundo; es necesario alguien más cercano a nuestra naturaleza, un ser de carne y hueso  al que se pudo tocar, ver y escuchar, para que se erija en el líder verdadero de una religión. Es el líder que agrupó en su momento a las distintas gentes el que determinó las particularidades de cada religión que ha sobrevivido a los avatares de la humanidad. Porque si atendemos  solamente a los atributos de  los espíritus supremos de cada creencia no se encuentran grandes  diferencias entre ellos.
Repasemos la historia de los grandes líderes pasados y presentes, grandes aunque solo sea por los millones de personas bajo su poder. Son los líderes a los que se atribuyen las grandes conquistas y las creencias de toda una población, al margen de la  lógica, en la raza y la supremacía y en la culpabilidad de las etnias que fueron chivo expiatorio de miserias nacionales. No hay que hacerse ilusiones: los líderes son capaces de arrastrar de forma irracional a sus seguidores y estos creerán en cualquier cosa que digan y avalarán los actos de aquellos. Que, en ocasiones, el liderazgo consiga movilizaciones emancipadoras o libertadoras no quita valor a lo dicho sobre el poder alienador del líder y la seducción acrítica que se implanta en los seguidores.
Como era de esperar, en el independentismo catalán también encontramos líderes: unos ejerciendo de políticos durante los hechos que esperan sentencia y otros surgidos de lo que podríamos llamar la sociedad civil. Todos ellos encausados. Cuando todo termine, o en el futuro más o menos lejano, ¿se les reconocerá  como líderes libertadores que sufrieron persecución o como líderes que se aprovecharon de la facilidad de manipulación de la gente? No nos aventuraremos a pronosticarlo, pero seguro que influirá el hecho de que al final consigan su objetivo o no.
Hemos podido ver, en la presentación de las pruebas del juicio, a los líderes “no políticos” en lo alto de escenarios, sobre vehículos policiales y mediando con las fuerzas del orden en concentraciones de protesta; y en las intervenciones que nos han mostrado se han podido escuchar discursos escasos de contenido, muy poco elaborados, sin especial calado, y lanzando frases poco variadas, e incluso anodinas, para que fueran coreadas una y otra vez por los concentrados, como esos mantras que utilizan algunos grupos místicos para impedir pensar. Pero esto es una cosa y otra es hacerles responsables de la declaración de independencia; de los acosos a cuarteles, que no se puede decir que alentaron; del destrozo de vehículos policiales por parte de incontrolados que ponían sucesivamente su granito de arena; de la organización del referéndum y de la afluencia masiva a las concentraciones motivadas por registros, que se realizaron sin mayores impedimentos más que los derivados del inmenso gentío que se congregó, al contrario de las importantes trabas a la acción policial que pudimos ver  el 1 de octubre. Hacerles responsables a estos líderes de los sucesos anteriores, principales elementos del proceso, sería forzar el concepto asociado a la  autoría de un delito, cuando no se conocen imputaciones a los autores materiales de lo que podríamos llamar desórdenes del 1 de octubre, acosos a policías en sus residencias e incidentes más o menos importantes en los  registros. No son la trama “civil” de una rebelión, si la ha habido. Y si existió sedición con el propósito de impedir los registros, lo que está por ver, no son más culpables que las multitudes que llenaron las plazas. Si existiera alguna responsabilidad en estos líderes, sin cargos públicos en el momento de los hechos, sería la de apoyar un proceso de independencia, alentarlo, promoverlo. Sin más  es una responsabilidad tan difusamente perseguible por el ordenamiento jurídico de la España democrática, según lo que hemos podido ver y escuchar, que deberían ser absueltos.
 Los poderes alimentan la idea de la irresponsabilidad de las gentes, de que los actos de las masas son impulsados por superhombres capaces de dirigir la mente de los demás,  esos seres  amontonados que  actuarán como autómatas sin cerebro ni voluntad gracias a ese impulso primigenio de obediencia ciega al líder. Hay que sacudir las conciencias, hay que exigir que no se trate a la gente como menores de edad, irresponsables de sus actos y a los que no se pueden pedir cuentas de sus decisiones. Ya se debería haber  acabado en estos tiempos con el escarmiento a los supuestos cabecillas cuando se es incapaz de controlar a las masas, como se acabó con la costumbre de diezmar para castigar a unas tropas de las que no se podía prescindir. Escarmentar a unos pocos, por delitos, donde los hubiere, cuya ejecución corresponde a otros, es muestra de gran debilidad.