No hay grupo humano mínimamente cohesionado sin líder. El
comportamiento adaptativo de nuestros
ancestros, como también les ocurre a gorilas y chimpancés y a otros
mamíferos, les llevó a vivir en comunidad, lo que trajo como consecuencia la
aparición de un líder a quien seguir. La vida actual es muy distinta a la de las
primeras organizaciones sociales humanas, pero del fondo de nuestra psique
aflora la necesidad de sumisión a un jefe. Tan es así que, en general, no basta con la creencia
en un ser inmaterial, un dios, que con sus preceptos y mandamientos,
comunicados de la mágica manera de la
que pudiera ser capaz, iluminara a los
humanos para comprender su mundo; es
necesario alguien más cercano a nuestra naturaleza, un ser de carne y hueso al que se pudo tocar, ver y escuchar, para que
se erija en el líder verdadero de una religión. Es el líder que agrupó en su
momento a las distintas gentes el que determinó las particularidades de cada
religión que ha sobrevivido a los avatares de la humanidad. Porque si
atendemos solamente a los atributos
de los espíritus supremos de cada creencia
no se encuentran grandes diferencias entre ellos.
Repasemos la historia de los grandes líderes pasados y
presentes, grandes aunque solo sea por los millones de personas bajo su poder. Son
los líderes a los que se atribuyen las grandes conquistas y las creencias de
toda una población, al margen de la lógica, en la raza y la supremacía y en la
culpabilidad de las etnias que fueron chivo expiatorio de miserias nacionales.
No hay que hacerse ilusiones: los líderes son capaces de arrastrar de forma
irracional a sus seguidores y estos creerán en cualquier cosa que digan y
avalarán los actos de aquellos. Que, en ocasiones, el liderazgo consiga
movilizaciones emancipadoras o libertadoras no quita valor a lo dicho sobre el
poder alienador del líder y la seducción acrítica que se implanta en los
seguidores.
Como era de esperar, en el independentismo catalán también
encontramos líderes: unos ejerciendo de políticos durante los hechos que
esperan sentencia y otros surgidos de lo que podríamos llamar la sociedad
civil. Todos ellos encausados. Cuando todo termine, o en el futuro más o menos
lejano, ¿se les reconocerá como líderes
libertadores que sufrieron persecución o como líderes que se aprovecharon de la
facilidad de manipulación de la gente? No nos aventuraremos a pronosticarlo,
pero seguro que influirá el hecho de que al final consigan su objetivo o no.
Hemos podido ver, en la presentación de las pruebas del juicio, a los
líderes “no políticos” en lo alto de escenarios, sobre vehículos policiales y
mediando con las fuerzas del orden en concentraciones de protesta; y en las
intervenciones que nos han mostrado se han podido escuchar discursos escasos de
contenido, muy poco elaborados, sin especial calado, y lanzando frases poco
variadas, e incluso anodinas, para que fueran coreadas una y otra vez por los
concentrados, como esos mantras que utilizan algunos grupos místicos para
impedir pensar. Pero esto es una cosa y otra es hacerles responsables de la
declaración de independencia; de los acosos a cuarteles, que no se puede decir
que alentaron; del destrozo de vehículos policiales por parte de incontrolados
que ponían sucesivamente su granito de arena; de la organización del referéndum
y de la afluencia masiva a las concentraciones motivadas por registros, que se
realizaron sin mayores impedimentos más que los derivados del inmenso gentío
que se congregó, al contrario de las importantes trabas a la acción policial que pudimos ver el 1 de octubre. Hacerles
responsables a estos líderes de los sucesos anteriores, principales elementos del proceso,
sería forzar el concepto asociado a la
autoría de un delito, cuando no se conocen imputaciones a los autores
materiales de lo que podríamos llamar desórdenes del 1 de octubre, acosos a
policías en sus residencias e incidentes más o menos importantes en los registros. No son la trama “civil” de una
rebelión, si la ha habido. Y si existió sedición con el propósito de impedir los
registros, lo que está por ver, no son más culpables que las multitudes que llenaron las plazas. Si existiera alguna responsabilidad en estos líderes, sin
cargos públicos en el momento de los hechos, sería la de apoyar un proceso de
independencia, alentarlo, promoverlo. Sin más es una responsabilidad tan difusamente
perseguible por el ordenamiento jurídico de la España democrática, según lo que
hemos podido ver y escuchar, que deberían ser absueltos.
Los poderes alimentan
la idea de la irresponsabilidad de las gentes, de que los actos de las masas
son impulsados por superhombres capaces de dirigir la mente de los demás, esos seres amontonados que actuarán como autómatas sin cerebro ni
voluntad gracias a ese impulso primigenio de obediencia ciega al líder. Hay que
sacudir las conciencias, hay que exigir que no se trate a la gente como menores
de edad, irresponsables de sus actos y a los que no se pueden pedir cuentas de
sus decisiones. Ya se debería haber acabado en estos tiempos con el escarmiento a
los supuestos cabecillas cuando se es incapaz de controlar a las masas, como se
acabó con la costumbre de diezmar para castigar a unas tropas de las que no se
podía prescindir. Escarmentar a unos pocos, por delitos, donde los hubiere, cuya
ejecución corresponde a otros, es muestra de gran debilidad.
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