En los alegatos finales de acusaciones y defensas ha habido
de todo: discursos magníficos, especialmente por parte de algún abogado, que
han estado a la altura de lo que se esperaba, y otros, quizá por haber escogido
una difícil línea de defensa, que han
quedado por debajo de lo que requiere un juicio de tanta importancia. Los
argumentos principales están claros, pero hay que reconocer que los fiscales,
por muy brillante y florido (y tan delicioso que hasta hemos podido escuchar
referencias a la mitología griega) que
haya sido la alocución de uno de los acusadores públicos, no han podido ajustar
exactamente los hechos a los requisitos literales del delito de rebelión. De
ahí que una gran parte de los razonamientos
tengan que ver con la asignación de la etiqueta de actos violentos a los
acontecimientos que nos han mostrado y relatado. De alguna manera, las abogadas
del Estado, al sostener que no hay
rebelión, se han convertido en
defensoras de los acusados y se han producido interpelaciones al efecto entre
ellas y los fiscales, lo que genera cierta
perplejidad. Por ello, las defensas lo han tenido fácil para encontrar
la artillería con la que rebatir la acusación más grave y han puesto de
manifiesto el encaje de bolillos que tiene que hacer la acusación pública para
que se pueda leer en la ley aquello que no está escrito. Pero no adelantemos
acontecimientos; tiempo hay para analizar lo que se juzga, así como otras circunstancias
que se han puesto de manifiesto a lo largo de todas las sesiones que hemos
podido contemplar y que están al margen del proceso, pero de las que podemos
sacar conclusiones de diversa índole.
Como el asunto de la violencia es determinante, en algún caso
se recalcó la trayectoria no violenta del acusado, llegando incluso a incluirlo
en la “tradición cristiana de la no violencia”. Claro, porque no se podrá decir
lo mismo de la tradición republicana ni de la de izquierdas, que debe ser que
no tienen esa “tradición” pacifista. Bien está que se utilicen todos los medios
propios de la práctica judicial para conmover a los jueces, pero deberían
evitarse demagogias tan evidentes que sonrojan y que a buen seguro no influirán
en este tribunal por aquello de que obras son amores. Y es lo que hay que
juzgar: si los acusados son responsables de algún tipo de violencia en el
transcurso de las jornadas en las que se intentó la independencia, aunque estén
apuntados a ese pacifismo cristiano tan discutible como las raíces cristianas
de Europa, basadas en la asunción e imposición de una fe de estado por parte de
monarcas hegemónicos “iluminados” por la divinidad. Porque es posible que esa
referencia al cristianismo militante, reflejada al principio y al final del
juicio, tan impertinente, tan contrapuesta a lo que significa el verdadero
republicanismo, pretenda echar un brazo por encima a la Europa que se
pronunciará sobre los derechos humanos y sobre la respuesta española al
secesionismo catalán, incluido el poder judicial. Tampoco beneficiarán, para una sentencia favorable, estilos
de discurso defensor en el terreno coloquial y en el que se quitan importancia
a los insultos de las masas a los policías porque “van con el cargo”. Como no
se pueden negar esos insultos, que todos hemos escuchado en las grabaciones, la
estrategia es pretender disminuir su importancia, llegando a afirmar que “un
modelo donde nadie insulta no es bueno”.
¿Un modelo? ¿Qué filósofo, pensador o intelectual ha producido semejante
creación? No lo sabemos porque no se citó al autor, se soltó ese “sublime
pensamiento” y ya.
No se muestra mucha
confianza en los argumentos relacionados con hechos y pruebas o en un juicio
justo cuando se insta al tribunal a emitir sentencias que resuelvan conflictos. Habrá que ver si los jueces ven
con buenos ojos que por encima de su decisión planee la posibilidad de que
lejos de resolver conflictos (que crean otros) se profundice más en ellos, como
pudimos escuchar, no sé si como consejo o advertencia.
Hay que imaginarse a unas personas a las que se entrega el
poder de decidir sobre la vida de los demás, sobre la organización social y la
convivencia. Esas personas asumen voluntariamente esa responsabilidad, igual
que la gente debería asumir las consecuencias de las decisiones que toma y de
la entrega de ese poder a los políticos. Pues bien, se dice en el juicio, para que no se tengan en
cuenta declaraciones comprometedoras de un acusado, que son cosas que se dicen
pero que todos sabemos para qué vale lo que dice un político. Tal cual. Y luego
el sistema se desvive por los debates electorales, tan determinantes. Lo dicho
me dejó la impresión de que se trata al político como a un menor de edad al que
no hay que tomarse muy en serio. Claro, que quizá sea a la gente, en general, a
la que se trata como a menores de edad que se tragan cualquier bola y que
respaldarán, obedientes, a esas personas, tan de palabra, que son los
políticos.
Los acusados tuvieron su turno final. Nadie les interrumpió
ni les contradijo. Escuchamos alguna cosa interesante y otras perfectamente
prescindibles. Pero además de las palabras me llamó la atención la actitud
general de los procesados, que quizá este Zorro Desenmascarador analice en
alguna ocasión, aunque de momento se puede decir que contrasta una actitud
general de superioridad moral en alguno de ellos con el intento de crear un
embrollo con los derechos de manifestación, de reunión y de protesta. Porque se
habló del derecho de manifestación y de
reunión como amparo a las movilizaciones ante cuarteles, sin tener en cuenta
que los que sufrían esas actuaciones no eran responsables políticos ni tenían
capacidad de negociar ni de cambiar las circunstancias. Se dijo que es el
derecho de reunión el que ampara el recibir a la policía sentados y
entrelazados para que no se llevara urnas y papeletas, cuando más bien se trata
de una protesta por una orden judicial y una forma de impedir su cumplimiento. Supongo que si hay
delito no es por reunirse, sino por lo
que se hizo una vez reunidos.
No dejan buena impresión las últimas palabras de los acusados, salvo aquella que se
limitó a reclamar justicia, expresando su sentir sin recursos fáciles ni fuegos
de artificio, que curiosamente coincide con una intervención magnífica de su
abogado. Por el contrario, causa indignación
en nombre de la dignidad la apelación a
buscar una especie de complicidad paternalista en el tribunal al reconocer que
es posible que se haya hecho algo indebido pero que todo el mundo, alguna vez,
ha hecho alguna trampilla; y se puso como ejemplo saltarse los límites de
velocidad en carretera o llevar la basura al contenedor en horas a las que no
está permitido. Se podía, ya puestos, haber seguido con los ejemplos de trampillas y
haber hablado del tres por ciento o de los capitales en Andorra o de la
ocultación de dineros a Hacienda, cosa que no parece estar demasiado mal vista
cuando se emiten deliciosos gorgoritos.
Visto. Pero esto no ha terminado.
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