miércoles, 19 de junio de 2019

El juicio de ZD: 12. La larga sombra de la tradición


En los alegatos finales de acusaciones y defensas ha habido de todo: discursos magníficos, especialmente por parte de algún abogado, que han estado a la altura de lo que se esperaba, y otros, quizá por haber escogido una difícil línea de defensa,  que han quedado por debajo de lo que requiere un juicio de tanta importancia. Los argumentos principales están claros, pero hay que reconocer que los fiscales, por muy brillante y florido (y tan delicioso que hasta hemos podido escuchar referencias a la mitología griega)  que haya sido la alocución de uno de los acusadores públicos, no han podido ajustar exactamente los hechos a los requisitos literales del delito de rebelión. De ahí que una gran parte de los razonamientos  tengan que ver con la asignación de la etiqueta de actos violentos a los acontecimientos que nos han mostrado y relatado. De alguna manera, las abogadas del Estado, al sostener  que no hay rebelión,  se han convertido en defensoras de los acusados y se han producido interpelaciones al efecto entre ellas y los fiscales, lo que genera cierta  perplejidad. Por ello, las defensas lo han tenido fácil para encontrar la artillería con la que rebatir la acusación más grave y han puesto de manifiesto el encaje de bolillos que tiene que hacer la acusación pública para que se pueda leer en la ley aquello que no está escrito. Pero no adelantemos acontecimientos; tiempo hay para analizar lo que se juzga, así como otras circunstancias que se han puesto de manifiesto a lo largo de todas las sesiones que hemos podido contemplar y que están al margen del proceso, pero de las que podemos sacar conclusiones de diversa índole.
Como el asunto de la violencia es determinante, en algún caso se recalcó la trayectoria no violenta del acusado, llegando incluso a incluirlo en la “tradición cristiana de la no violencia”. Claro, porque no se podrá decir lo mismo de la tradición republicana ni de la de izquierdas, que debe ser que no tienen esa “tradición” pacifista. Bien está que se utilicen todos los medios propios de la práctica judicial para conmover a los jueces, pero deberían evitarse demagogias tan evidentes que sonrojan y que a buen seguro no influirán en este tribunal por aquello de que obras son amores. Y es lo que hay que juzgar: si los acusados son responsables de algún tipo de violencia en el transcurso de las jornadas en las que se intentó la independencia, aunque estén apuntados a ese pacifismo cristiano tan discutible como las raíces cristianas de Europa, basadas en la asunción e imposición de una fe de estado por parte de monarcas hegemónicos “iluminados” por la divinidad. Porque es posible que esa referencia al cristianismo militante, reflejada al principio y al final del juicio, tan impertinente, tan contrapuesta a lo que significa el verdadero republicanismo, pretenda echar un brazo por encima a la Europa que se pronunciará sobre los derechos humanos y sobre la respuesta española al secesionismo catalán, incluido el poder judicial. Tampoco beneficiarán, para una sentencia favorable, estilos de discurso defensor en el terreno coloquial y en el que se quitan importancia a los insultos de las masas a los policías porque “van con el cargo”. Como no se pueden negar esos insultos, que todos hemos escuchado en las grabaciones, la estrategia es pretender disminuir su importancia, llegando a afirmar que “un modelo donde nadie  insulta no es bueno”. ¿Un modelo? ¿Qué filósofo, pensador o intelectual ha producido semejante creación? No lo sabemos porque no se citó al autor, se soltó ese “sublime pensamiento” y ya.
No se muestra  mucha confianza en los argumentos relacionados con hechos y pruebas o en un juicio justo cuando se insta al tribunal a emitir sentencias que resuelvan  conflictos. Habrá que ver si los jueces ven con buenos ojos que por encima de su decisión planee la posibilidad de que lejos de resolver conflictos (que crean otros) se profundice más en ellos, como pudimos escuchar, no sé si como consejo o advertencia.
Hay que imaginarse a unas personas a las que se entrega el poder de decidir sobre la vida de los demás, sobre la organización social y la convivencia. Esas personas asumen voluntariamente esa responsabilidad, igual que la gente debería asumir las consecuencias de las decisiones que toma y de la entrega de ese poder a los políticos. Pues bien,  se dice en el juicio, para que no se tengan en cuenta declaraciones comprometedoras de un acusado, que son cosas que se dicen pero que todos sabemos para qué vale lo que dice un político. Tal cual. Y luego el sistema se desvive por los debates electorales, tan determinantes. Lo dicho me dejó la impresión de que se trata al político como a un menor de edad al que no hay que tomarse muy en serio. Claro, que quizá sea a la gente, en general, a la que se trata como a menores de edad que se tragan cualquier bola y que respaldarán, obedientes, a esas personas, tan de palabra, que son los políticos.
Los acusados tuvieron su turno final. Nadie les interrumpió ni les contradijo. Escuchamos alguna cosa interesante y otras perfectamente prescindibles. Pero además de las palabras me llamó la atención la actitud general de los procesados, que quizá este Zorro Desenmascarador analice en alguna ocasión, aunque de momento se puede decir que contrasta una actitud general de superioridad moral en alguno de ellos con el intento de crear un embrollo con los derechos de manifestación, de reunión y de protesta. Porque se  habló del derecho de manifestación y de reunión como amparo a las movilizaciones ante cuarteles, sin tener en cuenta que los que sufrían esas actuaciones no eran responsables políticos ni tenían capacidad de negociar ni de cambiar las circunstancias. Se dijo que es el derecho de reunión el que ampara el recibir a la policía sentados y entrelazados para que no se llevara urnas y papeletas, cuando más bien se trata de una protesta por una orden judicial y una forma de  impedir su cumplimiento. Supongo que si hay delito no es por reunirse, sino  por lo que se hizo una vez reunidos.
No dejan buena impresión  las últimas palabras de los acusados, salvo aquella que se limitó a reclamar justicia, expresando su sentir sin recursos fáciles ni fuegos de artificio, que curiosamente coincide con una intervención magnífica de su abogado.  Por el contrario, causa indignación en nombre de la dignidad  la apelación a buscar una especie de complicidad paternalista en el tribunal al reconocer que es posible que se haya hecho algo indebido pero que todo el mundo, alguna vez, ha hecho alguna trampilla; y se puso como ejemplo saltarse los límites de velocidad en carretera o llevar la basura al contenedor en horas a las que no está permitido. Se podía, ya puestos,  haber seguido con los ejemplos de trampillas y haber hablado del tres por ciento o de los capitales en Andorra o de la ocultación de dineros a Hacienda, cosa que no parece estar demasiado mal vista cuando se emiten deliciosos gorgoritos.
Visto. Pero esto no ha terminado.

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