Rosa
Pumasupa
Si hubieras
visto a Rosa no podrías olvidar los ojillos, oscuros, muy redondos y vivarachos,
destacando en su rostro. Te darías cuenta de que, al mirarte, podías percibir
en ellos algo que estaría entre la interrogación y la súplica. Arrugada como
nunca hayas visto: un mar de surcos tenía en la cara. De poca estatura, menuda;
con el pelo entrecano, muy tirante, y recogido en larga coleta.
Si pasearas
por las pocas calles de su pueblito, junto a Vilcanota, la podrías ver sentadita
ante la puerta de la casa, al calorcillo del sol, con sombrero, y bajo el
poncho que ella misma tejió. Porque Rosa tejía y tejía; se pasó la vida
tejiendo. Sí, había épocas, cuando tocaba, en las que colaboraba con el resto
de la familia en las cosechas de maíz, tomate y calabaza; pero su principal
ocupación fue manejar el pequeño telar donde trabajaba. Bueno, eso y cuidar,
primero, de sus padres; luego, del marido y de la prole; después, de los nietos,
amén de toda suerte de parientes más o menos cercanos que le pudieran
encomendar.
No era muy
mayor, no creas; le faltaban todavía un par de años para los setenta; pero al
ver sus manos nudosas, retorcidas, hechas un manojo de huesos, pensarías en
alguien de mucha más edad. ¿Sabes? No solo eran las manos; no se podía vestir,
peinar, lavar, casi ni comer, sin ayuda. Si le preguntaras, te diría que lo que
más pena le daba era no poder ayudar a Milagros, su nuera, la mujer de su hijo
Miguel, con los críos; sobre todo con William, el más inquieto de todos.
Los médicos
Manuel
Castillo salió de la casa de Rosa acompañado del médico en prácticas Alejandro
Ramos. El primero tenía a su cargo la asistencia sanitaria de un amplio
conjunto de pequeños pueblos y aldeas situados entre colinas a una treintena de
kilómetros al este de Cuzco. Una vez a la semana realizaban las visitas
domiciliarias a los enfermos crónicos de la población. Rosa Pumasupa era la
última paciente a visitar en el lugar. El siguiente grupito de casas distaba
tan solo unos centenares de metros y los médicos decidieron caminar,
aprovechando la bondad de la mañana, en lugar de utilizar el vehículo.
─Pocas veces he visto una artrosis
generalizada tan intensa como la de Rosa, la mujer que acabamos de visitar —le dijo Castillo, el médico veterano, a Ramos—. Era una persona muy activa. Y
ahora, ya ves, necesita bastante ayuda.
—Sí; es una pena. Suerte que tiene a
su hija para atenderla —comentó Ramos acompasando su caminar al del otro médico.
— ¿Quién? ¿Milagros? —dijo Castillo apartando su vista del
frente para mirar un instante a su interlocutor—. Hija, pero política: es su nuera.
Da lo mismo; para los efectos son madre e hija. Así suele ser por aquí. Y se
tratan con gran consideración y respeto.
Ahora, el
médico en prácticas miró enseguida a Castillo para decir:
—La verdad es que la nuera tiene
mérito; he podido observar el cariño con el que la cuida. Y no siendo de su
sangre…
—Pues mira Alejandro, yo creo que no
hace falta tener la misma sangre, o sea, ser pariente cercano, para sentirse
obligado a cuidar a alguien —señaló Castillo con determinación y sin apartar la vista del
camino—. Y al contrario: ser familiar
cercano no debe implicar sumisión ni obligación, a costa de cualquier cosa, por
razones de sangre; es necesario algo más. En muchas ocasiones la relación
familiar se convierte en una especie de tiranía de uno hacia el otro mediante demandas
que hay que aceptar porque sí, porque los familiares se tienen que aguantar
mutuamente; como si hubiese un mandato superior que te encadenara, que te
obligase a soportarlo todo. ¿Sabes por qué sucede esto?
—No sé. Quizás por tradición —contestó el joven médico, mirando al
otro.
—Se cree que la relación entre padres e hijos
adultos va a superar cualquier circunstancia porque existe una unión muy
fuerte, de tipo moral, entre ellos. Cuando se piensa que algo es seguro, que no
se va a perder, no se cuida. Si se falta al respeto, se abusa, parece que no
tiene que pasar nada porque son familia. Si quieres mantener una relación afectiva
de otro tipo te dices: esto se puede acabar. ¿Qué haces? Te esfuerzas por
agradar, por no dar motivos de queja y demostrar que se está bien contigo. Pues
lo mismo debería imperar en las relaciones familiares.
—Es lógico lo que dices. Lo que sucede es que
debemos mantener las relaciones familiares por si necesitamos ayuda en un
futuro, ¿sí? A mí me parece que muchas veces se pone en los hijos la esperanza
de que nos cuidarán cuando seamos viejos, en compensación al cuidado de los
padres en la infancia —dijo Ramos con resolución.
Suspendieron momentáneamente la
conversación; se apartaron del camino para dejar pasar a un hombre que guiaba a
una caballería cargada con panochas. El campesino y los médicos se saludaron y
estos reanudaron la marcha y la charla.
—Es triste —comenzó
a decir Castillo al empezar a andar—
buscar qué podemos sacar de los hijos o utilizarlos como seguro de asistencia
en la vejez. Cuando se es madre o padre debes tener claro que, por un tiempo,
te anularás en gran parte, suspenderás ocio, interrumpirán tu descanso, podrá
haber quebranto económico y vivirás pendiente del más leve malestar de tu
criatura. Esta entrega será maravillosa si no esperas de los hijos compensación
alguna, si no los utilizas para satisfacer tu ego, si no descargas en ellos tus
frustraciones; y siendo consciente, además, de la posibilidad de que te olviden
y no se ocupen de ti cuando los necesites. Es darte sin esperar nada a cambio.
Recorrieron un trecho en silencio,
madurando el último comentario. Después, tímidamente, el joven aprendiz de
médico le dijo a su compañero, mirándole:
—No tienes familia, ¿sí?
El médico veterano sonrió; sin dejar
de caminar puso, brevemente, el brazo derecho sobre los hombros de Ramos.
—Te podría contar una larga historia. Las
gentes de estas tierras —dijo Castillo, al mismo tiempo que
señalaba el terreno circundante con la mano izquierda— son mi familia; su trato es noble y sincero,
sin dobleces. Este pueblo ha sido muy maltratado; ya sabes que, incluso, sufrieron
un programa de esterilización forzosa. Soy feliz cuidando de su salud.
—Y estoy seguro de que, llegado el caso, te
cuidarían a ti —dijo el joven.
Se miraron con complicidad. Guardaron
silencio. Castillo lo rompió.
—¿Qué harás cuando puedas ejercer la medicina?
—Me esperan en una clínica privada en España,
en las Islas Canarias. También es una larga historia.
—Mira; hemos llegado.
La
película
—Está muy bien tu relato, pero tendrás que
decir algo de la película, ¿no?
—Ya. De “Dios mío, ¿pero que te hemos hecho?”. Sí,
te ríes y eso.
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